jueves, mayo 18, 2006


“Justine se volvió hacia una de ellas y dijo:

-Trae la luz aquí, donde todos podamos ver.

Cuando trajeron la luz, cruzó las piernas y con la voz alta y vibrante de los juglares callejeros entonó:

“Y ahora acercaos, vosotras, benditas hijas de Alah, y escuchad la historia maravillosa que os voy a contar.”

El efecto fue electrizante. Como un montón de hojas muertas arrastradas por una ráfaga de viento, las niñas se aproximaron, la rodearon. Algunas treparon al viejo sofá, entre risas y codazos de deleite. Con la misma voz rica y triunfante, saturada de lágrimas contenidas, Justine empezó a hablar de nuevo como un juglar profesional:

“¡Ah, escuchadme, todas vosotras, verdaderas creyentes, os contaré la historia de Yuna y Azíz, de su gran amor multipétalo y de los infortunios que se derramaron sobre ellos por culpa de Abu Alí Saraq-el-Maza! Era en los tiempos del Gran Califato, cuando caían tantas cabezas y los ejércitos estaban en marcha...”

Era un relato de salvaje poesía adecuado al lugar y al momento; el pequeño círculo de rostros mustios, el diván, la luz incierta y temblorosa; la extraña fascinación del canturreo árabe con sus imágenes damasquinadas y suntuosas, el espeso brocado de repeticiones aliterativas, el acento nasal, todo contribuía a dar a la historia un esplendor secular que me hacía llorar, llorar con lágrimas hambrientas. ¡Qué alimento potente para el alma! Pensé en la magra ración que nosotros, los modernos, ofrecemos a nuestros ávidos lectores. Aquel cuento tenía contornos épicos. Sentía envidia. ¡Qué ricas eran aquellas pequeñas mendigas! Y también envidié el auditorio. Como plomadas, las niñas se sumergían en las imágenes de la historia. Podía ver sus verdaderas almas, deslizándose como ratones, asomando a hurtadillas por detrás de las máscaras pintarrajeadas, en súbitas expresiones de asombro, de suspenso, de alegría. En el macilento crepúsculo, aquellas expresiones reflejaban una verdad terrible. Se las veía como habrían de ser en la edad madura: la bruja, la buena esposa, la chismosa, la arpía. La poesía de aquel cuento las desnudaba hasta los huesos, permitía florecer la verdad en cada una de ellas, en rostros que retrataban con fidelidad sus pequeños espíritus frustrados.”
Lawrence Durrell, “Clea. El Cuarteto de Alejandría”, pp. 155-156

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Maravillosos, me quede con la miel en los labios.

Gracias, espero poder comprar el libro para terminar el relato.

Un abrazo,

Gishell

CARLES GARCÍA dijo...

Gracias por tu comentario. Nos gusta saber que alguien, en algún lugar, comparte nuestro gusto por los cuentos. Un abrazo